Iglesia y poder en Ribacôa y Ciudad Rodrigo. La construcción del espacio político mirobrigense (1161-1211).

centrode febrero 11, 2013 0
Iglesia y poder en Ribacôa y Ciudad Rodrigo. La construcción del espacio político mirobrigense (1161-1211).

Juan José Sánchez-Oro Rosa

Publicado en:
Revista da Faculdade de Letras. História, Porto,
II Série, XV (1998) Vol. I, pp. 313-322.

En estas breves páginas se quieren dar a conocer las principales conclusiones de un trabajo de investigación más amplio recientemente publicado[1]. La hipótesis de la que parte considera que la monarquía leonesa a mediados del siglo XII y hasta principios del XIII demandó la participación de las instituciones eclesiásticas, y dentro de ellas de un modo destacado la episcopal, para construir un sólido espacio político al sur del reino.

La Iglesia, a lo largo de dicho período, demostró una gran capacidad para atender satisfactoriamente las demandas y fines concretos del proyecto regio, contribuyendo a la generación de un marco estable y coordinado con un elevado aprovechamiento económico, social y militar en virtud de la nueva diócesis y concejo de Ciudad Rodrigo.

Con su advenimiento al trono en 1158, Fernando II tuvo que dar respuesta inmediata a las necesidades y problemas que entonces se le estaban planteando a su gobierno. Las principales dificultades eran de orden geopolítico y motivadas por la decisión postrera de su predecesor.

Así, la voluntad testamental expresa de su padre, Alfonso VII, supuso la separación y entrega de los reinos de León y Castilla a sus dos hijos, Fernando y Sancho, respectivamente. A consecuencia de lo

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cual, el leonés heredaba una peor situación fronteriza. Sus núcleos poblados meridionales más avanzados se articulaban en una estrecha franja compuesta por Salamanca y Alba de Tormes, con el emplazamiento aventajado de Coria, que, presumiblemente, estaba escasamente poblada y muy expuesta a los embates musulmanes. Por el contrario, Castilla disfrutaba de un espacio meridional muy consolidado que llegaba hasta el Tajo y organizado por un entramado de concejos notables, como eran Ávila, Segovia y Toledo[2].
Portugal, superado el Duero, mostraba, también, una importante red poblacional que desde Coimbra alcanzaba a Lisboa, complementándose con decididas acciones que estaban teniendo defensiva y socialmente el angulo oriental del reino hasta el Coa[3].

Además, tanto castellanos como portugueses, aprovechando la debilidad almohade y haciendo uso de su mayor solidez fronteriza, evidenciaban una mejor disposición para incrementar las actividades reconquistadoras, especialmente, orientadas hacia las tierras central izadas por Cáceres y Badajoz. La puesta en práctica de esta dinámica resultaría particularmente amenazadora para los intereses de Fernando II, ya que supondría estrangular el crecimiento leonés y, por lo tanto, condenarlo al estancamiento geográfico.

Paralelamente, la situación del Islam en aquella zona, recien­temente derrotado en 1158, generaba a los tres reinos cristianos expectativas de conquista muy optimistas. Sin embargo, no cabía duda de que León manifestaba una peor condición para responder adecua­damente.

Dada esta delicada coyuntura, Fernando II se planteó la necesidad de crear un espacio político en torno a Ciudad Rodrigo, una auténtica plataforma social, económica y militar que no le hiciera perder el pulso de la reconquista y garantizara la expansión e incorporación de nuevas regiones frente a sus vecinos.

Inducido por semejantes demandas, en 1161 se produce la repoblación de la vieja aldea salmantina de Ciudad Rodrigo, que disfrutaba de una privilegiada ubicación estratégica sobre un impor­tante eje de comunicaciones frente a portugueses, castellanos y musul­manes[4]. Lo relevante de este programa, que entonces daba sus primeros

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pasos, es el papel que desempeñaron las instituciones eclesiásticas en el mismo y que va a ser objeto de atención por nuestra parte.

Así, al mismo tiempo que se repobló y otorgó a la villa la condición de concejo, segregándola de Salamanca en lo civil, se constituyó la diócesis mirobrigense, que implicaba un grado similar de independencia en lo espiritual. El arzobispo electo de Compostela, entonces mediatizado en su candidatura por el monarca leonés[5], estuvo muy interesado en el asunto puesto que ampliaba su archidiócesis y la acercaba a Mérida, cuya herencia visigoda en forma de sufragánea reivindicaba frente a la rival Braga.

De esta manera, los intereses monárquicos y eclesiásticos se compatibilizaban y se creaba un nuevo núcleo de poder que, en su doble dimensión concejil y eclesiástica, estaba llamado a centralizar y vertebral’ todo el espacio asignado entre el sur del Duero y las Sierras de Jalama, Gata y Francia, reproduciendo aquí la pauta habitual tan ensayada en el resto de la Extremadura castellano-leonesa.

Pero existía un problema grave. Ciudad Rodrigo pertenecía, originalmente al concejo y obispado de Salamanca. La separación de la nueva villa y su capacidad para acumular recursos poblacionales y económicos del entorno produjo un desequilibrio regional que llevó a la rebelión de salmantinos y abulenses en 1162. Además, el monarca portugués Alfonso Enríquez, también, mostró su inquietud por un proyecto que directamente afectaba a un área nominalmente suya como era la margen izquierda del Coa hasta el río Dos Casas, y llegó a dominar temporalmente Salamanca el año siguiente.

Una vez solventadas estas reacciones por la vía armada, el monarca leonés encontró en las instituciones eclesiásticas mirobri­genses el instrumento idóneo a través de cual poder encarar los objetivos iniciales con eficacia. Comienzan, entonces, un conjunto de procesos que actuando casi simultáneamente, a diferentes ritmos, y teniendo como protagonista a la Iglesia, van a ir perfilando el espacio político de Ciudad Rodrigo.

Con la intención de abstraer esta evolución lo más posible, para ganar en brevedad y claridad expositiva, y aún a riesgo de perder detalles importantes, distingo dos dinámicas en la diócesis:

a) Implantación de diferentes instituciones clericales.
b) Territorialización y jerarquización del poder episcopal.

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a) Implantación de diversas instituciones clericales en la diócesis.

En el territorio mirobrigense surgen y al territorio mirobri­gense acuden una variada gama de entidades religiosas que voy a clasificar de diferentes modos para dejar patente el amplio número de factores que intervinieron y condicionaron su asentamiento.

Según el estilo de vida escogido, es posible identificar a los cluniacenses: el monasterio de Santa Águeda; cistercienses: el monasterio de Santa María de Aguiar; los canónigos regulares de San Agustín: la Santa Cruz de Cortes y los premonstratenses de Santa María de la Caridad; y a las órdenes militares: San Juan del Hospital, San Julián del Pereiro, el Temple y la Orden de Santiago.

Todas estas instituciones demuestran un sólido asentamiento local a finales de los años sesenta principios de los setenta, salvo la Santa Cruz de Cortes que se funda en 1180 y los templarios de los que no hay información precisa para este período. Pero los modos de vida así enumerados no se profesaron en todos los casos desde el origen, sino que en algunas comunidades se alcanzaron’ cuando el cenobio ya llevaba varios años en funcionamiento, según veremos.

La concepción que tienen del espacio en el que se asientan estos colectivos clericales va en consonancia con los ideales de convivencia que desean adoptar e implantar. De este modo, nos es posible percibir diferentes visiones del entorno que ayudan a comprender los significados que comenzaban a adquirir las diversas partes de la diócesis mirobrigense para sus ocupantes religiosos.

Para unos, se trataría de un espacio escasamente poblado, entendido como ámbito de retiro espiritual en el que se pueden llevar a la práctica, sin injerencias externas, la forma de vida espiritual elegida. Ejemplos de ello serían Aguiar y San Julián del Pereiro, en su etapa puramente monástica[6], que, precisamente, prefirieron como enclaves de residencia el área periférica de la diócesis junto al río Coa.
Para otros, el interés vendría dado por la presencia de un espacio urbano accesible, la propia villa de Ciudad Rodrigo, que, al estar sometido a fluctuaciones económicas, rápido crecimiento y estratificación social, les permitía desarrollar una labor pastoral

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concreta o, al menos, difundir valores espirituales sobre el laicado. Serían los casos de La Santa Cruz de Cortes y La Caridad.

Un espacio de frontera militar con grandes posibilidades económicas era otra de las perspectivas manejadas. Visión de la que participan algunas de las entidades que hemos citado, pero, espe­cialmente, las Ordenes Militares a las que la monarquía se encarga de reservar y potenciar en unas posiciones de vanguardia al sur y al este de la diócesis.

Por último, nos encontraríamos ante un espacio de opor­tunidades para experiencias religiosas que padecen cierto deterioro, sino un franco retroceso, y que contemplan este territorio como un agente que relance sus actividades y les reincorpore a los puestos de prevalencia social perdidas. El priorato cluniacense de Santa Águeda se hallaría en esta situación.

Como podemos observar, la representación del espacio que emplean los monasterios mirobrigenses es lo bastante diversa para que cualquier parcela de la diócesis recibiera sentido. De esta manera y desde un enfoque más globalizador, todo lugar del obispado desper­taba interés para una o varias asociaciones clericales y adquirió, en consecuencia, alguna funcionalidad específica y determinada operati­vidad social.

Otro criterio muy significativo, políticamente hablando, que hemos adoptado para agrupar las instituciones eclesiásticas que reconocemos en Ciudad Rodrigo es el origen foráneo o autóctono de su forma de vida y su posterior evolución:

La Santa Cruz de Cortes, el monasterio de Santa María de Aguiar, y el monasterio de San Julián del Pereiro respondían en su fundación a la sensibilidad religiosa que circulaba popularmente y no adoptaron un modelo prefijado en el que verter sus ansias de espiritualidad. Fueron, inicialmente, una opción de vida autóctona, desligada de organizaciones supralocales foráneas y, aparentemente, sin aspiraciones a difundir una fórmula de convivencia más allá del reducido ámbito geográfico donde se asientan.

Frente a ellos, los premonstratenses de la Caridad; los cluniacenses de Santa Águeda, las órdenes militares de San Juan, Temple y Santiago, participaban de unos cuadros institucionales muy configurados cuando llegan a Ciudad Rodrigo. Ya entonces respon­dían a modelos organizativos foráneos de los que su instalación en la diócesis mirobrigense era una mera prolongación. Su aportación al espacio al que accedieron fue la planificación del mismo en torno a unos modos de apropiación, articulación y gestión, además del desar­rollo de rutinas sociales, comunes al de otras zonas peninsulares e incluso del occidente europeo. Se puede decir que soportaban y

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mantenían lazos que dieron un carácter supralocal, e integrador con el conjunto más amplio, al área que ocupaban.

Lo interesente para nuestro análisis es que, progresivamente, se impuso un único modelo. El primer grupo de comunidades eclesiásticas, denominadas aquí autóctonas, sufrió una evolución institucional y terminaron escogiendo estilos de vida y estructuras organizativas prefijadas que les igualaron a los componentes del segundo grupo. Este salto tiene una lectura política de enorme impor­tancia, tal como veremos a continuación, ya que parece translucir la dinámica de relaciones de poder que se estaban propagando por todo el obispado.

b) Territorialización y jerarquización del poder episcopal (1168-1211):

Es el proceso a través del cual mejor se puede observar la incidencia que tiene la Iglesia en la construcción de un espacio político al servicio de la monarquía leonesa. Sin duda, de todas las instituciones eclesiásticas que se desenvolvieron sobre la diócesis, el episcopado fue la entidad con una mayor potencialidad transfor­madora del medio y de las conductas.

Sin embargo, aunque la constitución del obispado se real izó en 1161, junto con la repoblación fernandina, quedando aquél adscrito a la provincia .compostelana, se hizo necesario esperar hasta 1168, para encontrar un primer titular de la sede. Diversas circunstancias influyeron en el retraso. Las virulentas reacciones salmantina y portuguesa; los asuntos en Castilla donde se disputaba la tutoría del futuro Alfonso VIII, sobrino de Fernando II; las propias irregula­ridades en el gobierno del arzobispo de Santiago Martín que no obtuvo el favor regio y por ello debió abandonar su cargo en varias ocasiones: lo que obstaculizó la consagración del ordinario mirobrigense, etc. mantuvieron ocupada la atención del rey leonés y le impidieron completar la tarea enunciada.

Cuando ya pudo hacerlo, ante un panorama general más favorable y retomando la iniciativa de proyectar hacia el sur el reino, Fernando 11 debió sortear las reclamaciones legítimas de Salamanca. Ciertamente, el nuevo obispado se había desmembrado del antiguo salmantino por voluntad regia, y no era posible fundamentar tal decisión en ningún criterio histórico precedente. Tomando como referencia el orden de la Iglesia anterior a la llegada de los musulmanes, Ciudad Rodrigo era un enclave reciente desde el que no cabía ejercer la restauración visigoda. Era esta restauración del escenario religioso preislámico una aspiración de las distintas sedes

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episcopales, cuyos términos originales reclamaban y consideraban no prescritos. Pero, para los monarcas, semejante criterio era una recia traba que limitaba su capacidad para fundar obispados más ajustados a la idiosincrasia actual de la reconquista y la organización social del territorio. Salamanca, cuyos episcopologio remontaba hasta la etapa goda, se hallaba en esta tesitura y no aceptaba que parte de su solar sirviera para el surgimiento de otro diocesano.

Fernando 11 resolvió esta situación por medio de una ficción legal. Trasladó sobre Ciudad Rodrigo los derechos episcopales de la antigua sede de Caliabria, que sí poseía tradición visigoda, y nombró a Domingo en 1168, “episcopus Caliabriensis”[7]. Al mismo tiempo se hacían valer unos derechos sobre el Coa, ya que la vieja localidad romana fue localizada entre la desembocadura de dicho río y la del Águeda en el Duero.

La connivencia de la Iglesia de León, especialmente del arzobispo compostelano, y posiblemente del papado, involucrado en querellas internacionales con el Imperio germano, hicieron que abier­tamente no se demostrara rechazo alguno. Estas razones permitieron que, si no de iure, si de Jacto, el recientemente elegido prelado caliabrense desarrollara una eficaz tarea. Entre 1168 y 1172 puso en marcha el cabildo, recibió ciertas rentas del fisco regio y bienes patrimoniales como vías permanentes de ingresos a la institución y, con la mediación de Fernando II, comenzó a territorializar su poder por la Ribacoa septentrional donde obtuvo Caliabria y Turrim de Aguilar. Este Último acto beneficiaba directamente al monarca, ya que la instalación de referencias de poder mirobrigense en el área ribacudana implicaba someter esa región a la órbita del reino leonés. Alfonso Enríquez, tras su sonada derrota en Badajoz en 1169, tuvo que ver impasible esta reasignación de fronteras a la espera de un mejor momento para responder.

Sin embargo, la irregularidad del procedimiento cuestionaba toda la operación y generaba un frente de inestabilidad que podría material izarse en cualquier momento. El fallecimiento del titular caliabriense Domingo, la llegada de un nuevo arzobispo compos­telano, Pedro Suárez Deza, antiguo prelado salamantino muy próximo a Roma, y las posibles presiones del legado pontificio, exigieron una legitimación tras el común acuerdo de las partes. Así, con las dos

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sedes vecinas vacantes y ante la atenta mirada del metropolitano y del rey, entre Diciembre de 1172 y Enero de 1173 se puso fin a las reivindicaciones de Salamanca. El acuerdo fijó los límites inter­diocesanos, una gestión mancomunada de las iglesias fronterizas y una compensación territorial para el obispado salmantino. Posterior­mente, Alejandro III en 1175 confirmó al recientemente elegido obispo Pedro Ponte (1175-1189) como titular, ya sí, de Ciudad Rodrigo.

Simultáneamente, con esta misma bula confirmatoria se reconocía los monasterios sobre los que ejercía jurisdicción el ordinario mirobrigense[8]. Entre ellos se encontraban el Pereiro y Aguiar en la Ribacoa, de tal manera que las Únicas instituciones religiosas existentes allí quedaban definitivamente sometidas a una autoridad eclesiástica de origen leonés. A la vez, Pedro Ponte veía distinguido su poder en la diócesis sobre los demás centros espiri­tuales operativos y Fernando II, indirectamente, consolidaba su dominio sobre la margen derecha del Coa. Un dominio que hasta 1174, todavía cuestionaba el monasterio de Aguiar ya que, si aceptamos las fundadas argumentaciones de Azevedo, en aquel año acudió el abad al monarca portugués para que le confirmara sus límites territoriales. Tras 1175, ya no se produjeron más dudas y toda la documentación tanto de los monjes de Aguiar como del Pereiro fue confirmada en la cancillería leonesa.

El empuje político del prelado civitatense fue tan grande que las demás comunidades religiosas se vieron afectadas y tuvieron que reaccionar para garantizar su autonomía. El grupo de entidades eclesiásticas a las que hemos calificado de autóctonas ante el incremento social, la densificación de las relaciones de poder y la proyección episcopal, optó por nuevos marcos de existencia: la Santa Cruz de Cortes se afilió a la Santa Cruz de Coimbra, Santa María de Aguiar se pasó al Cister y San Julián del Pereiro se transformó en Orden Militar. Estos marcos, por un lado, les habilitaran para afrontar la nueva situación, obteniendo recursos y privilegios muy benefi­ciosos, pero, por otro, quedaron sometidos a unas estructuras ajenas hasta entonces con las que debieron contar en adelante.

Junto al resto de comunidades religiosas enumeradas preten­dieron garantías de continuidad sin demasiadas injerenc.ias externas no deseadas. Las principales materias de preocupación en la dialéctica monasterios-catedral fueron los diezmos, los enterramientos y la

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autoridad episcopal. Para ello se hicieron con diversos privilegios restrictivos para la jurisdicción del titular mirobrigense, y obtuvieron la protección de la monarquía y el papado.

Sin embargo, el obispo con el respaldo monárquico, y muy posiblemente bajo sus directrices generales, puesto que los diversos prelados era hombres próximos a él, se reveló como la institución con una enorme capacidad para configurar el espacio asignado y ponerlo al servicio del poder regio frente a Portugal y los musulmanes principalmente.. La trayectoria seguida, especialmente durante el mandato del obispo Martín (1190-1211) afectó a diferentes áreas que redundaban en el beneficio político del reino leonés:
Por un lado, fijó los límites territoriales, no de un modo puntual como hizo su antecesor, sino de un modo más efectivo sobre toda la diócesis.

Al mismo tiempo que se apropia así del espacio, persiguió la subordinación de todas las instituciones clericales hacia la sede catedralicia. Para ello llegó a acuerdos con la mayoría de ellas, especialmente las más lejanas como la orden de San Juan asentada junto a las Sierras o el monasterio de Aguiar, sobre el desenvol­vimiento cotidiano de determinadas rutinas parroquiales a las que Martín no desea renunciar. Unos acuerdos que le situaron en los lugares más distantes de la diócesis como la entidad jerárquica superior, tangible y permanente, hacia la que convergen, en Última instancia, dichas actividades y hacia la que debe bascular cualquier comunidad religiosa que quiera permanecer en el obispado mirobrigense.

Además de obtener este reconocimiento, más o menos matizado según los casos, el prelado desplegó sus propios recursos que se manifestaban en varias facetas:

Administrativamente, con la difusión de una red para la gestión de los fieles y el espacio que iba desde el cabildo catedralicio a la parroquia. Esta se convertía en un vértice de poder episcopal muy importante, puesto que en torno a ella gira la vida cotidiana y era un ente que acumulaba bienes y disponía sobre la conducta de las gentes. La red se planteaba desde una perspectiva centralizadora y vertebradora puesto que todos los núcleos organizativos que se proyectaron y arraigaron sobre el territorio diocesano, tenían como centro de convergencia final, después de superar más o menos. mediadores, a la institución episcopal. Además, como refleja su fuero, recuperado a través del de Alfaiates[9], el obispo ocupaba la cúspide de

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la sociedad concejil desde donde comenzaba a introducirse en ámbitos laicos hasta entonces vedados.

Económicamente, la sede recibió fuentes de ingresos permanentes gracias ala monarquía o directamente por la labor real izada desde la propia institución catedralicia, incrementando progresivamente su patrimonio. Sus formas fueron variadas: rentas sobre la moneda forera, el botín, y el portazgo; señorío sobre diversas localidades especialmente concentradas en las tierras más fértiles de la diócesis: el Abadengo, al norte junto al Duero y la propia villa; acciones de repoblación y puesta en funcionamiento de nuevos núcleos habitados como Monsagro, con evidentes fines ganaderos; y vigorosa defensa y difusión de tributos propiamente catedralicios o parroquiales como diezmos, primicias, funerales, sepultura, etc. sobre las otras comunidades clericales que se los disputan.

Militarmente, el papel desempeñado por el ordinario de Ciudad Rodrigo fue más que notable y quizás hasta la fecha era su faceta menos conocida. Así, en 1191, Martín recibió de Alfonso IX cinco castillos, cuatro de ellos, con amplios límites bajo su dominio. Situados a lo largo del río Coa, significaba la apropiación global de la región ribacudana y la acción más potente hasta la fecha para su articulación[10]. Con ello se constituía un sólido sistema defensivo que se complementaba con las restantes posesiones castrenses de las Ordenes Militares al sur y al este del obispado, se aseguraba la integridad de la diócesis por todos sus flancos y se daba la réplica a la infraestructura bélica que en el sur habían reconstruido los almohades y que suponía una amenaza creciente como quedó demostrado en la derrota cristiana de Alarcos en 1195.

Para concluir diremos que este protagonismo de las diversas instituciones eclesiásticas como instrumento de ordenación política, perdió interés para la monarquía a partir del siglo XIII. Es entonces cuando aparecen nuevos concejos que más eficazmente sirvieron a los intereses de los reyes. Además, la unión de León a Castilla con Fernando III y el alejamiento del frente musulmán restaron impor­tancia al espacio mirobrigense dentro de las directrices generales del reino y como lugar estratégico pasó a ocupar una posición más secundaria. Estas circunstancias reorientaron la conducta de la Iglesia de Ciudad Rodrigo y la obligó a habilitar nuevas estrategias para preservar su continuidad, modos de vida y recursos.

NOTAS:
[1] Sánchez-Oro Rosa, J. J. Orígenes de la Iglesia en la Diócesis de Ciudad Rodrigo. Episcopado, Monasterios y Ordenes Militares (1161-1264). Ed. Centro de Estudios Mirobrigenses y Ayuntamiento de Ciudad Rodrigo, 1997. 240 pags., mapas y apéndice documental. A esta obra remitimos para ampliar y completar cualquier extremo recogido en estas páginas.
[2] Sobre las diferencias fronterizas entre Castilla y León tras la muerte de Alfonso VII, Villar García, L. M. La Extremadura Castellano-Leonesa: guerreros, clérigos y campesinos (711 -1252), Valladolid, 1986, pp. 92-165.
[3] Azevedo, R. P. “Riba Coa sob o dominio de Portugal no reinado de D. Afonso Henriques”, Anais da Academia Portuguesa de História, 12 (1962), pp. 231-300.
[4] Efectivamente, Ciudad Rodrigo era el cruce de dos antiguas vías romanas: la Via Dalmatia hacia Coria y la Vía Colimbriana que unía Salamanca con Coimbra.
[5] Para comprender la situación de subordinación de la metrópoli compostelana hacia Fernando II en aquellos años, Fletcher, R.A. “Regalian Right in twelf-century Spain: the case of Archbishop Martín of Santiago de Compostela”, Journal of Ecclesiastical History, 28/4 (Oct.-1977), pp. 337-360.
[6] Con respecto a los primeros años de la comunidad sanjulianista, apunto como posibilidad verosímil la existencia de una primera etapa puramente monacal, que sólo hacia 1183, con’ la bula de Lucio III y la influencia de diversos condicionantes externos e internos, introduciría la condición de milicia como regla de vida. Para una argumentación más completa véase Sánchez-Oro Rosa, J. J. Op. cit. pp. 137-158.
[7] Sobre el carácter artificioso de este procedimiento no cabe duda, ya que se conserva una primera mención de Domingo como obispo electo, siéndolo entonces de “Civitatis Roderici’” idéntica titulación a la recogida en el acta fundacional de 1161. El cambio de denominación tras su consagración sólo pudo producirse para sortear las reclamaciones salmantinas.
[8] El documento citaba literalmente como “posesiones” del prelado al Pereiro y Aguiar junto al Coa, Santa Águeda y Santa Mª de la Caridad en la villa de Ciudad Rodriga, San Martín del Castañar junto a la Sª de Francia y el monasterio de “Helteios”, que debió ser un pequeño cenobio junto al río Yeltes.
[9] Martínez Díez, G. “Los Fueros de la Familia Coria Cima-Coa”, Revista Portuguesa de História, XIII (1977), pp. 343-373.
[10] Esta importante donación en la que se citan documentalmente, por primera vez, los castillos de Alfaiates, Abaroncinos, Almeida, la torre vieja junto a Hinojosa y el castillo de la Foz del Águeda, se halla comentada y editada en Sánchez:­-Oro Rosa. J. J. Op. cit. pp. 91-99 y ap. doc. n.º 2.

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