Toros Eclesiásticos

centrode octubre 14, 2013 0
Toros Eclesiásticos

En el nombre del Padre, que fizo toda cosa,
Et de don Ihesuchristo, fijo de la Gloriosa,
Et del Spiritu Sancto, que egual d’ellos posa, (…)
Quiero fer una prosa en román paladino,
En qual suele el pueblo fablar a su vecino,
Ca non so tan letrado por fer otro latino.
Bien valdrá, como creo, un vaso de bon vino.

Estos versos del primer poeta español de nombre conocido, Gonzalo de Berceo, sirvieron de introducción al que considero uno de los mejores pregones que se han ofrecido en Ciudad Rodrigo –al menos, que yo haya escuchado o leído-, en su Teatro Nuevo o en otros escenarios, como espaldarazo al Carnaval del Toro. Los versos, pronunciados por el poeta, escritor y periodista Santiago Amón en 1988, reflejaban parte de la esencia de su discurso, hilvanado sin otros papeles que los que le dictaba la memoria y le guardaba el corazón. Amón fue un baluarte en la defensa y conservación del Teatro Nuevo, falleciendo en accidente de helicóptero meses después en la Sierra de la Cabrera. Sirva este recordatorio para mantener viva su memoria y la esencia del oficio de pregonero.

            Gracias Juan, presidente de lo que habéis llamado Academia Gastronómica La Vaca Ventanera, por la puesta en escena de esta charleta, que así quiero llamar a esta comparecencia: una charla amistosa, entre amigos. Al final, como ves, estoy aquí. Y como me suponía, atado por los nervios. Pero, bueno, ¡al toro!

Amigos: Quienes me conocéis, que sois prácticamente todos, sabéis que prefiero estar en la retaguardia, viendo, escuchando, meditando… rumiando lo que acontece en la vida diaria, que no deja de ser otra cosa que la esencia de mi oficio periodístico. Por eso, también me sorprende que ahora esté aquí, intentando leer unas frases que seguro estarán mal trabadas y que puede que os resulten tediosas. No es mi intención, pero si fuera así, por favor, que no se pague privándome de lo que Gonzalo y Santiago pusieron por delante: un “vaso de bon vino”.

            He dicho, entre amigos, que me pasma el arraigado oficio de pregonero que ha calado en Ciudad Rodrigo en los últimos años. No hay fiesta que se precie, no importa quién la organice, que no cuente con un pregón. No he tenido tiempo, tampoco me lo he propuesto, de contar los pregones que se dan en Ciudad Rodrigo al cabo del año, pero creo que llegan a varias decenas: los de Carnaval, el de Semana Santa, el del Martes Mayor, los de las asociaciones de vecinos… Y no sé por qué todavía no contamos con un pregón de Navidad, otro de Reyes, el de San Sebastián, el de San Antón, San Blas, las Águedas o el de la romería a la Peña de Francia. Sin duda, sería otra cosa para Ciudad Rodrigo y seguro que serviría para algo que propongo desde aquí y que espero no sea tenido en cuenta: presentar la candidatura de Ciudad Rodrigo al Guinness World records, en román paladino, una retahíla, un tocho, de gilipolleces mundiales, como la localidad con mayor número de pregones del mundo al cabo del año. Sería, tal vez, una añadidura a nuestra densa y atractiva historia e idiosincrasia. Y además, y puede considerarse como otra propuesta, que también espero que caiga en saco roto, podríamos aumentar y adornar nuestro secular lema de “antigua, noble y leal” ciudad, con un cuarto título, el de “pregonera”.

            Bromas aparte, vayamos al meollo de la charleta. Los miembros de la Academia GastronómicaLa Vaca Ventanera, sin estatutos redactados todavía –me imagino que para pertenecer a ella, de forma efectiva, como numerario, haya que leer un discurso de ingreso-, tienen a bien reunirse los martes para dar cuenta del banquete de turno elegido, aunque considero que se trata más bien de una corrobla por los aires amistosos y festivos que, sin embargo, la constriñen. Tienen establecidas unas normas a la hora de animar la comida, evitando tocar temas que pudieran crear polémica en su seno. Voy a seguir la esencia de su ino­pinado régimen estatuario y solo voy a referirme en mi comunicación a lo que suele ser el eje de sus tertulias, de sus conversaciones y también de sus discusiones: el mundo de los toros y de sus polémicas locales, pero aderezándolo con un ingrediente diferente, consustancial a Ciudad Rodrigo en su historia y proyección, caso de la Iglesia y su vinculación con la tauromaquia. Con ello, la comanda está definida con un menú que espero sea de vuestro agrado, que lo degustéis en la medida y gusto de vuestros paladares y que si genera algún problema en su ingesta, es imprescindible, así lo deseo, que no alcance el atoramiento. En todo caso, sea cual sea su resultado, la culpa será siempre del cocinero.

            Quiero hablar, repito, de la relación de la tauromaquia, en sus diferentes facetas, con la Iglesia, con los eclesiásticos. Que las ha habido y muchas, para bien y para mal, que de todo hay en la viña del Señor. El menú que os presentó lo he bautizado como Toros eclesiásticos. No es un título original, es una copia del que publicó Francisco Asenjo Barbieri -compositor y musicólogo español, autor de célebres zarzuelas- en la revista La Lidia en un artículo publicado el 5 de abril de 1885. No obstante, aunque a veces recurra a algunas de sus reflexiones, intentaré aderezarlo con otros ingredientes que, espero, no distorsionen la esencia del menú ni generen pungencia alguna y acabe con el regusto que al menos he pretendido al guisarlo.

La Iglesia, sus regidores, velando por la moralidad de sus fieles, ha saltado al ruedo de los toros en varios momentos de la historia para intentar adoctrinar al pueblo en sus diversiones taurinas, aunque no siempre los resultados fueron los apetecibles. Sería prolijo, tampoco quiero ser exegeta, detenernos en los rescriptos, bulas, breves, encíclicas o decretos dictados por algunos pontífices sobre este asunto. Pero sí quiero pararme un instante, por su trascendencia, en la bula De salutis grecis dominici que promulgó Pío V el 1 de noviembre de 1567 –inspirada en el Concilio de Trento- que venía a excomulgar a quienes participaran en las corridas de toros o corrieran encierros.

            El citado papa, horrorizado por la crueldad de los espectáculos taurinos que se celebraban en Italia (principalmente en su modalidad de despeño por el Testaccio), Portugal, España, Francia y algunos países suramericanos, y tras encargar un informe sobre los mismos a diversos ilustres, en su mayor parte españoles, decide redactar la bula de prohibición. Pero sabe que, si bien en Italia no va a encontrar obstáculos para que se cumpla lo ordenado (en realidad, en Italia se prohíben de inmediato tales espectáculos), en el resto, y sobre todo en España, se va a producir una enconada oposición. Así, en Portugal tarda tres años en hacerse publica y solo consigue instaurar la costumbre, hasta ahora mantenida, de despuntar los cuernos a los toros para evitar peligro a los toreros; en Francia, donde tampoco fue nunca publicada, solo logró imponerse muchos años después y tras obligadas intervenciones de sus obispos (excepto en su zona sur, como es bien sabido); y en México, donde sí fue publicada y debatida por sus obispos, pero ignorada por los poderes públicos.

Hay muchos datos históricos sobre la influencia de la Iglesia en los espectáculos taurinos y con intervenciones regias que dejaron muchas dudas sobre su compromiso. Están a disposición de todos en la inagotable fuente que significa Internet. Formaban parte de esta charleta, pero por la prudencia y mesura que se me ha pedido, las he desterrado al escrito original, que si alguien está interesado en consultar, no tengo ningún reparo en facilitarle.

Es sabrosa la secuencia histórica que se generó con este tema y que quiero complementar, por tirarme, como un espontáneo, extemporáneo también, al ruedo local, con algunos hechos vinculados directamente con la Diócesis civitatense. Por citar tan solo dos ejemplos, próximos en el tiempo –hablamos de final del siglo XIX y del primer tercio del siglo XX- recordaremos la manifiesta y tajante oposición que ejerció el administrador diocesano José Tomás de Mazarrasa, quien, refiriéndose a la afluencia de público a las corridas organizadas en Salamanca, afirma en 1886, en el boletín eclesiástico del Obispado, que “millares de personas han afluido a Salamanca con el ansia, la fascinación y el loco pensamiento de asistir a las corridas. Duélenos en el alma que tanto se haya arraigado entre nosotros una diversión justamente calificada de bárbara por los extranjeros, repugnante al buen sentido común, peligrosa en sus juegos, funesta para la moral y contraria al espíritu cristiano”.

Tampoco salen bien parados los toreros ni el público. El administrador diocesano no entiende que el público aplauda a quien expone su vida, sagrada desde el punto de vista religioso, cuyos seguidores provocan tumultos de diversa consideración y cuya vida no suele ser demasiado edificante en muchas ocasiones y que, además, profanan las fiestas religiosas con las corridas de toros. Al respecto, citamos también la polémica que mantuvo en 1927 el administrador diocesano civitatense Silverio Velasco, paisano de nuestro actual prelado, sobre la extensión de los festejos taurinos del Carnaval mirobrigense al Miércoles de Ceniza.

Se había hecho costumbre -“inveterada” se apuntaba en algún medio de comunicación local- en los primeros años de la década de los años 20 del pasado siglo que el Miércoles de Ceniza hubiera también toros, más bien eran vaquillas. La costumbre se instauró, entre otras cosas, por la afición taurina del entonces alcalde, Calixto Ballesteros, y tras suspenderse los festejos taurinos de un Martes de Carnaval. Esto fue antes de que Silverio Velasco recalase en Ciudad Rodrigo. Al tomar contacto con su grey, se sorprendió de la profanación que se hacía el primer día de la Cuaresma en Ciudad Rodrigo, con el beneplácito de las autoridades. Lidió con ellas, afirmaba que “mi intención era –dice el prelado en una carta enviada al gobernador civil de Salamanca- convencer con amistosas razones al señor alcalde y concejales de la inconveniencia de esa cuarta capea, con toda la comitiva de profanidades que lleva consigo, en el día para los cristianos más opuesto a estas diversiones, después del Jueves y Viernes Santo.”

Hasta entonces sus argumentos habían caído en saco roto. Pese a que en algún momento pareció alcanzar un acuerdo con el Ayuntamiento, este siempre, a última hora, daba marcha atrás, al parecer, y seguimos a la letra al obispo arandino, porque “dicen y alegan que el pueblo es muy bruto y que en la tarde del martes, con la embriaguez de tres días, son capaces de cualquier barbaridad si no se apaciguan sus gritos con la concesión de una corrida más”, refiere al gobernador.

La perseverancia de Silverio Velasco hizo que en 1927 se acabase con la tradición de correr toros en el Miércoles de Ceniza. No obstante, como todos sabéis, en distintos momentos, por la insistencia de los aficionados y la complicidad de la autoridad, se han dado cenizos. Aquella costumbre, después de unos desagradables incidentes al principio de los años ochenta, fue perdiendo entidad hasta prácticamente darse ya por desaparecida en estos momentos.

Pero dejemos de lado esta faceta crítica o negativa de la relación de la Iglesia con los toros y vayamos a una conjunción positiva. En la hagiografía encontramos relatos de naturaleza taurina en la que se han visto implicados santos y santas, incluso la Virgen María o Jesucristo, algunos de ellos vinculados con la tierra salmantina.

Señalan Paco Domingo y Alejandro Recio, dos investigadores y divulgadores de la tauromaquia en España, que una evidencia del arraigo del arte de lidiar los toros en nuestro acervo cultural “son las continuas relaciones entre el hecho religioso y la tauromaquia. Muchos son los milagros referenciados a lo largo de nuestra historia del arte y la literatura, donde la presencia del toro aparece como el protagonista de la escena o historia religiosa. Muchas veces, es la fiereza del toro sometida por la voluntad del santo, la que sirve de medio para manifestar el poder de Dios a través de las manos o deseos impuestos a la fiera. La víctima inocente es finalmente salvada de la muerte segura gracias a la intercesión del santo; y son los méritos y las virtudes del santo, los que son merecedores de la intervención divina, manifestada mediante el milagro taurino”.

“La descripción del hecho milagro es una forma de declaración de la santidad de algunas eminencias eclesiásticas, mediante su capacidad de dominio de la bravura del toro, gracias a la intercesión divina desde el cielo”.

Y recuerdan estos periodistas que “entre los toreros existe una manifiesta religiosidad; debe ser la profesión más creyente de todas. Cuando el torero entra en el recinto de la plaza, lo primero que hace es visitar la capilla para orar y solicitar protección de sus vírgenes y santos preferidos”.

Recordemos, con algunos ejemplos, la intercesión divina y milagrosa en la tauromaquia. Y empezamos por arriba, por Jesucristo en su advocación del Cristo de Torrijos. La tradición de este pueblo de Toledo cuenta cómo un picador estando en peligro de ser cogido por el toro, reza al Cristo y este realiza un pase con su mano evitando que el torero fuese atropellado”. Y de la Virgen María viene la primera verónica descrita. Lo cuenta Gonzalo de Berceo en los Milagros de Nuestra Señora en pleno siglo XIII. Un toro diabólico embistió a un clérigo beodo que, al verse en apuros, se encomendó a Nuestra Señora. La Virgen le hizo un quite de ‘verónica’ al furioso animal con la falda del manto. La Virgen le mandó confesarse sus pecados, lo que hizo al día siguiente.

Diferentes advocaciones de la Virgen María han tenido también relaciones con la tauromaquia. Una de ellas es la Virgen del Toro, patrona de Menorca. Hay muchas leyendas y descripciones al respecto, incluso varios casos en la provincia de Salamanca. Pero solo quiero referirme a lo que se dice que aconteció en Palacios del Arzobispo en el paraje conocido como La Vega, cerca de esta población salmantina. “Cuenta la leyenda que todos los días al atardecer, un toro semental se ausentaba de la manada durante dos o tres horas. Por la frecuencia del hecho, el mayoral de la ganadería decidió investigar qué pasaba. Un día siguió al semental comprobando que el toro saltaba la pared de piedra que había y comenzaba a escarbar en la tierra con los cuernos y las patas. Esto lo hacía durante un buen rato, y más o menos fatigado, regresaba a la dehesa donde se encontraba nuevamente con la manada. El mayoral, ayudado de los vaqueros de la finca, decidieron profundizar en la tierra, justo donde el toro ya había hecho el hueco. Apenas iniciada la excavación, apareció una imagen de la Virgen, tallada en piedra, de unos noventa centímetros de altura, con la imagen de un niño en sus brazos. Posteriormente y en honor a la talla de la Virgen, se erigió una ermita en la zona del descubrimiento para venerar a la a la Virgen la Vega.

Y así podríamos continuar con otros relatos con protagonismo de la Virgen y del toro. Pero nos extenderíamos en demasía y, consecuentemente, no voy a detenerme en el santoral, que es muy amplio en esta materia y con protagonistas que tienen historias o leyendas sugerentes, caso de San Juan de la Cruz, Santa Teresa de Jesús, San Francisco Solano o San Pedro Regalado, aunque este, por su proyección como patrono de los toreros, merece que recordemos su vínculo con la tauromaquia. Se cuenta que saliendo San Pedro Regalado del convento del Abrojo para Valladolid, sin saber que hubiese fiesta de toros, se escapó uno de la plaza y le acometió furioso. El santo, después de implorar al cielo, le mandó se postrase y lo ejecutó rendido. Quitóle el santo las garrochas y echándole la bendición le mandó que se fuese sin que hiciese mal a nadie, lo que ejecutó el bruto.

Para concluir este apartado, no podemos menos que hacer referencia al toro de Plasencia. En un documento literario y pictórico que se conserva en la biblioteca del monasterio de El Escorial, un códice del siglo XIII que recoge e ilustra las Cantigas de Santa María, del rey Alfonso X el Sabio.

La cantiga cuenta que un caballero que debía casarse mandó que le trajesen toros para celebrar su boda, que eligió el más bravo entre todos y ordenó que lo corriesen en la plaza de Plasencia. Un hombre incauto atraviesa la plaza para visitar a Mateo, un clérigo amigo, y es sorprendido por el toro que arremete contra él. El clérigo viendo el peligro reza a la Virgen. El hombre, corriendo, consigue salvarse de la muerte ya que el toro resbala y cae en tierra. Cuando se levanta se ha convertido en manso.

Esta conversión de bravura a mansedumbre nos lleva al postrero asunto de esta disertación, que de charleta ya no tiene nada. Quiero traer a colación la celebración del denominado Toro de San Marcos, en la que Ciudad Rodrigo, junto con Trujillo, la alta Extremadura o la provincia de Zamora, fueron los referentes. Cierto es también, sin embargo, que en la Diócesis civitatense apenas hay templos advocados a San Marcos; solo los encontramos en Cerezal de Peñahorcada, La Fregeneda y en Guadapero, lo que nos depara ciertas dudas sobre la solidez de esta costumbre en estas tierras rodericenses. No obstante, en Ciudad Rodrigo, según el becerro de la Catedral de 1389, también hubo una iglesia dedicada al evangelista San Marcos, que se encontraba entre las puertas del Sol y del Conde, a la altura aproximada de lo que hoy se conoce como pista de Bolonia, lo que podría tener alguna relación con el asunto que nos ocupa.

Cierto es también que salvo un rescripto de Clemente VIII no hemos encontrado referencia documental sobre la vinculación del Toro de San Marcos con Ciudad Rodrigo, aunque el arqueólogo Juan Carlos Olivares, en un estudio sobre el dios indígena Bandua y el rito del Toro de San Marcos, documenta que existe una inscripción latina en nuestra ciudad, con dudas sobre su procedencia –Ledesma para unos, el norte de Cáceres para otros- , en el que se pone de manifiesto que Ciudad Rodrigo era uno de los lugares en que se celebraba la liturgia del toro, como también lo señala Julio Caro Baroja en su libro Ritos y mitos equívocos.

El Toro de San Marcos es, por antonomasia, el exponente del toro eclesiástico. De esta celebración se ocupó extensamente fray Benito Jerónimo Feijoo en su Teatro crítico universal. Afirmaba este ilustrado que “notorio es a toda España el culto (si se puede llamar culto) que al glorioso evangelista San Marcos se da en su día en algunos lugares de Extremadura, aunque el modo con que se refiere es algo vario. Lo que comúnmente se dice, es que la víspera de San Marcos los mayordomos de una cofradía, instituida en obsequio del santo, van al monte donde está la vacada, y escogiendo con los ojos el toro que les parece, le ponen el nombre de Marcos, y llamándole luego en nombre del Santo evangelista, el toro sale de la vacada, y olvidado no solo de su nativa ferocidad, mas aún al parecer de su esencial irracionalidad, los va siguiendo pacífico a la iglesia, donde con la misma mansedumbre asiste a las vísperas solemnes y el día siguiente a la misa y procesión, hasta que se acaban los divinos oficios, los cuales fenecidos, recobrando la fiereza, parte disparado al monte, sin que nadie ose ponérsele delante. Entretanto que está en la iglesia, se deja manejar y hacer halagos de todo el mundo, y las mujeres suelen ponerle guirnaldas de flores y roscas de pan en cabeza y astas… A algunos oí decir –dice Feijoo- que no el mayordomo de la cofradía sino el cura de la parroquia, vestido y acompañado en la forma misma que cuando celebra los oficios divinos, va a buscar y conjurar el toro”.

Y más adelante señala alguno de los inconvenientes que generaba esta celebración: “La gente mira más al toro que al sacerdote y altar, o, por mejor decir, en el toro pone toda la atención; muchachos y muchachas están en continuados juguetes con él: con esta ocasión, todo el templo incesantemente resuena con risadas, y no pocas veces el sagrado pavimento se ensucia con las inmundicias del bruto”.

Afirma Barbieri, al que ya nos hemos referido, que “el Toro de San Marcos solía ser causa de muchos disgustos. Cuando al animal se le antojaba no obedecer al mayordomo de la cofradía, las gentes del pueblo daban por sentado que esto sucedía porque el tal mayordomo sería descendiente de judíos. En otra ocasión, en que el cura párroco de un pueblo poco distante de Zamora fue revestido, y con todo el aparato de iglesia, a buscar al toro, que se hallaba encerrado en un corral, como llamase al animal por el nombre de Marcos, y él no respondiera sino con bufidos y ademanes de acometerle, no siendo al fin posible llevarlo a la iglesia para la fiesta, las gentes del pueblo dijeron que la resistencia del toro provenía de que el cura estaba en pecado mortal. Acostumbraban también los cofrades de San Marcos, concluidas las vísperas, sacar al toro por las calles del pueblo, haciéndole entrar en las casas; y cuando el animal no quería penetrar en alguna, todos pronosticaban, como si lo hubieran oído a un oráculo, que a aquella casa, o a los que en ella vivían, les amenazaba una próxima calamidad”.

Recuerda igualmente este ilustre compositor que “la asistencia del toro a la procesión dio lugar también, no pocas veces, a graves desórdenes. En tiempo del mismo Feijoo ocurrió en la villa de Almendralejo que, marchando la procesión, de repente se enfureció el toro, acometió a las andas en que iba la imagen de San Marcos, las echó a tierra, y rompiendo por medio de la gente, aunque sin hacer daño a nadie, se escapó”.

Al considerar estos desacatos y desórdenes, se preguntaba Barbieri, cómo ciertos prelados consentían que continuase el rito del Toro de San Marcos. A lo cual contesta el mismo Feijoo con estas notables palabras: “En varios casos dicta la prudencia permitir algunas cosas absurdas, por evitar mayores inconvenientes, y es natural se encontrasen estos en el empeño de retraer al pueblo de la continuación de un rito, que contempla como canonizado por la antigüedad de la costumbre, y que por consiguiente acaso miraría la prohibición como un injusto atropellamiento de su derecho posesorio”.

Este párrafo es tanto más notable –y seguimos a la letra a Barbieri- cuanto que conocía Feijoo el rescripto del papa Clemente VIII, dirigido al obispo civitatense Martín de Salvatierra, quien al respecto había cursado una pregunta al pontífice, y este le contesta condenando la práctica del Toro de San Marcos por supersticiosa, escandalosa e indecente. El rescripto no sirvió para terminar con el Toro de San Marcos, aunque las afirmaciones en él vertidas, difundidas sobre todo por los teólogos que no veían con buenos ojos el festejo, llegaron a los más apartados rincones.

“Véase cuán difícil es desarraigar antiguos abusos o preocupaciones populares. Sin embargo, Feijoo contribuyó poderosamente a desterrar el susodicho rito del toro, atacándolo, no tanto en nombre de la teología, cuanto en el de la filosofía o del sentido común”, sostiene Barbieri.

El investigador extremeño José María Domínguez, en un denso artículo publicado en el número 80 de la Revista de folklore, en referencia al supuesto amansamiento del toro, señala que “al lado de las dos razones expuestas de amansamiento del toro, cuales son el hecho milagroso defendido entre otros por los cronistas franciscanos y de la intervención diabólica, nos topamos con alguna hipótesis más realista que es necesario analizar. La teoría de la embriaguez del astado fue expuesta por el doctor Andrés Laguna en el siglo XVI y tomada en consideración por varios teólogos que copian en este punto al autor del Dioscórides. Apunta Laguna que ‘en algunas partes, la víspera de San Marcos suelen tomar un ferocísimo toro y emborracharle con el más fuerte vino que hallan, no dándole a comer ni beber otra cosa; de suerte que por esta vía le reducen a tanta mansedumbre y blandura…’ Curiosamente es Laguna, me temo que sin haber sido testigo ocular del hecho, el primero que menciona la embriaguez del toro, copiándolo en este punto algunos cronistas conocedores de su obra. Sin embargo, los ignorantes de sus escritos jamás señalan la borrachera como el método de reducir al astado, a pesar de que bastantes de ellos hubieran echado mano de tal teoría para desprestigiar el ridículo de la fiesta”.

La línea crítica contra la celebración del Toro de San Marcos tuvo su referente, como estamos apreciando, en los ilustrados, que cargaron sobre “manifestaciones externas de piedad tachadas de supersticiosas”, afirma Domínguez. Este autor señala también que “tras la firma del concordato de 1753 los reyes borbones procedieron a lo largo de todo el siglo XVIII a la abolición de una serie de tradiciones seculares que a los ojos de sus asesores estaban cargadas de cierta heterodoxia. Con el Toro de San Marcos pasan a mejor vida bastantes romerías, empalados y disciplinantes de las procesiones de Cuaresma, danzas de Corpus y otras. A la cuenta de Fernando VI hay que apuntar el mazazo al Toro de San Marcos. Su orden de supresión del festejo está fechada en Madrid el 3 de febrero de 1753”. José Luis Yuste –que creo que todos conocéis- en el libro Tradiciones urbanas salmantinas, inserta la carta enviada por el rey al obispo de Salamanca, José Zorrilla de San Martín, carta extensible a los responsables de las diócesis de Ciudad Rodrigo y Extremadura. La misiva no tiene desperdicio. Permitidme, por último, y no me resisto a ello, a leeros la diatriba, en forma de decreto, que lanzó a los salmantinos Fernando el Prudente, también apodado el Justo, sobre el particular que nos ocupa:

“Ilmo. Sr.: Haviendo sido servido S.M. remittir al Consexo escritta representtación a fin de que diesse la providencia conveniente a que cessasse enteramente, y se quitase de raíz la ceremonia supersticiosa observada en los Pueblos de Estremadura, y en algunos de la provincia de essa ciudad, en los que la víspera, o día de san Marcos por las cofradías de estta advocación, cura, religioso, y escribano se saca un toro de la bacada, llamándole Marcos, y llebándole después a la iglesia en processión, y ahún a las casas para lograr mayores limosnas, y conviniendo remediar semexante abuso ttan perjudicial a las buenas costtumbres, mal sonantte a la veneración y decencia ttan debido a las iglesias, además de resistirlo y esttar prevenido por ley del Reyno, que no entrren en ellas bestias algunas: Ha acordado el Conxeso que los corregidores de Estremadura, y essa Ciudad con las mas grabes penas, y multas a las justicias, y cofrades de los pueblos de su distrito, y donde hay estte pernicioso abuso no saquen ni lleben en manera alguna la víspera, en día de san Marcos el Toro de las Bacadas, ni de ottra parte, no enttre en la iglesia para processión ni monstrarlo en manera alguna en las casas, ni ahún emmaromado, y ha mandado prebenga a V. I. que como en estta escandalosa función, se mezclan clérigos y religiosos, para que más bien ttenga obserbancia la providencia, disponga V. I. se contengan las personas de su fuero, que con demasiada ignorancia, no han reflexionado los engaños que hai en esttas maniobras ni gravissimos perjuicios, que de su concurrencia se siguen a los pueblos, que ttienen por milagro lo que no es ni hai mottivo de que sea por ser solo una diabólica invención…”.

Fue el finiquito a la tradición del Toro de San Marcos en el oeste español, aunque, si nos atenemos a lo que relataba el periodista Vicente Moreno Rubio en 1927, en un artículo publicado en el diario cacereño Nuevo día, esta celebración siguió vigente en Portugal hasta entrado el siglo XX. En la aldea portuguesa de San Marcos –el nombre ya lo delata-, fronteriza con Valencia de Alcántara, mantenían la costumbre de “que todos los años entrara en la iglesia un novillo, estando llena de fieles y sin hacerles daño”. Y nos lo describe al detalle lo que acontecía, pues fue observador directo: “Las campanas y cohetes anuncian la fiesta, y el público empieza a tomar posiciones a la puerta por donde ha de entrar el animal, y que a pesar de la aglomeración yo debí madrugar, puesto que presencié la ceremonia… con alma y sentidos abiertos”, refiere.

Y sigue: “Quince o veinte hombres forzudos y altos, con el pantalón de paño de distintas clases, muy estrecho y terminado en forma de trabuco; chaqueta muy ceñida y corta; sombrero, enormemente anchas las alas y diminuto el casco, unos, y gorro de lana terminando en borla y que al doblarse cae sobre la oreja, otros; y todos con unos garrotes más altos que ellos, hacen corro a las reses, que han traído junto a la puerta de la iglesia, para separar las que no son necesarias, quedando solamente la que ha de servir para la ceremonia, y asomando en ese instante por la puerta la venerable figura del sacerdote, con el hisopo en la diestra, al que le acompaña el sacristán, con el cacharro del agua bendita. Un silencio sepulcral y unos rezos del sacerdote (que yo presumo ser bautizo o bendición del animal –apunta-), por cuando al terminar dice en voz grave: ‘Entra Marcos, entra Marcos’, nombre que sin dejar de echar agua bendita repite hasta que el becerro entra en el templo; esto, como es natural, lo hace desde una distancia prudencial y teniendo en cuenta que para entrar en la iglesia ha de subir un escalón. El becerro trata de escapar, pero los que le hacen corro, le hacen desistir con sus garrotes, hasta que siguiendo al sacerdote penetra en el templo y por una calleja que forman los fieles sube hasta el altar mayor, volviendo enseguida a salir a la calle por el mismo sitio”.

Bien, abocados al dicho de que las palabras que no conmueven la conciencia ayudan a mover el culo, tras lo expuesto, solo una última observación vinculada al Toro de San Marcos y su supuesta o sobrevenida mansedumbre. No lo digo yo, que también; lo dijo Asenjo Barbieri en el citado artículo de La Lidia sobre los toros eclesiásticos: “Para significar que un hombre se casa –afirma-, suele decirse vulgarmente que el tal entra en la cofradía de San Marcos. ¿Traerá su origen este dicho de la mansedumbre del toro en la referida fiesta?… Dado el genio picaresco y epigramático de los españoles, es muy posible; y aún la comparación puede resultar completamente exacta, si se considera que en la numerosa falange de maridos, como en la de toros de San Marcos, si bien hay muchos muy mansos durante toda la función, los hay también que, a lo mejor, embisten y derriban al santo, y se escapan al monte”.

Y ahora, para rematar y como escribió Juan del Enzina y que también utilizó Santiago Amón en su pregón carnavalesco, al igual que hizo José Ramón Cid, el último pregonero del antruejo y miembro nato de esta academia, traigo a colación unos versos que vienen a ser la esencia, en parte, creo yo, de la corrobla de La Vaca Ventanera, extensible a otros colectivos, sobre todo en estas vísperas del Carnaval:

Hoy comamos y bebamos
y cantemos y holguemos
que mañana ayunaremos.

Por honra de San Antruejo.
parémonos hoy bien anchos.
Embutamos estos panchos,
recalquemos el pellejo:
que costumbre es de concejo
que todos hoy nos hartemos,
que mañana ayunaremos.

Honremos a tan buen santo
porque en hambre nos acorra;
comamos a calca porra,
que mañana hay gran quebranto.

Comamos, bebamos tanto
hasta que reventemos,
que mañana, ayunaremos.

Juan T. Muñoz
Ciudad Rodrigo, 29 de enero de 2013
Charla ofrecida a la Academia gastronómica ‘La vaca Ventanera’
Restaurante El Tamborino II

Comments are closed.